miércoles, 24 de abril de 2013

Florecillas de San Francisco.- Capítulo 41



CAPÍTULO 41

Cómo el hermano Simón, hombre de gran contemplación, libró de una gran tentación a un hermano que estaba para dejar la Orden

En los primeros tiempos de la Orden, viviendo todavía San Francisco, entró en la Orden un joven de Asís de nombre hermano Simón. Dios le adornó y dotó de tanta gracia y de tanta contemplación y elevación de espíritu, que toda su vida era un espejo de santidad, como lo oí de quienes por largo tiempo estuvieron con él. Muy raras veces era visto fuera de la celda; y las pocas veces que estaba con los hermanos, hablaba siempre de Dios.

No había estudiado nunca el latín, y, con todo, hablaba tan profundamente y con tanta sublimidad de Dios y del amor de Cristo, que sus palabras parecían palabras sobrenaturales. Una noche sucedió que, habiendo ido al bosque con el hermano Jacobo de Massa para hablar de Dios, se entretuvieron hablando dulcísimamente del amor divino durante toda la noche, y por la mañana les parecía haber estado poquísimo tiempo, como me lo refirió el mismo hermano Jacobo.

El hermano Simón recibía las divinas iluminaciones y las visitas amorosas de Dios con tanta suavidad y dulzura de espíritu, que muchas veces, al sentirlas venir, se echaba en la cama, porque la tranquila suavidad del Espíritu Santo le pedía no sólo el reposo de la mente, sino también el del cuerpo. Y en aquellas visitas divinas era con frecuencia arrebatado en Dios, y se volvía totalmente insensible a las cosas corporales. Una vez sucedió que, estando él así suspenso en Dios e insensible al mundo, abrasado por dentro de amor divino y sin sentir nada exteriormente con los sentidos corporales, un hermano quiso hacer la experiencia de comprobar si era como parecía; fue, cogió una brasa y se la aplicó al pie desnudo; el hermano Simón no sintió nada, ni la brasa le dejó señal alguna en el pie, no obstante haber seguido así tanto tiempo, que se apagó por sí sola.

Este hermano Simón, cuando se sentaba a la mesa, antes de tomar el alimento corporal, tomaba para sí y daba a los demás el alimento espiritual hablando siempre de Dios. Con estos discursos devotos convirtió en cierta ocasión a un joven de San Severino, que había sido en el siglo un galán vanidoso y mundano y era noble de sangre y muy delicado en su cuerpo. El hermano Simón, cuando lo recibió en la Orden, guardó consigo sus vestidos seglares; era, en efecto, el hermano Simón el encargado de iniciarlo en las observancias regulares. Pero el demonio, que anda buscando cómo poner tropiezos a todo bien, puso en él tan fuerte estímulo y tan ardiente propensión de la carne, que le era del todo imposible resistir. Por ello fue al hermano Simón y le dijo:

Devuélveme mis vestidos de seglar, porque no puedo ya resistir las tentaciones carnales. Y el hermano Simón, lleno de compasión hacia él, le decía: Siéntate un poco conmigo, hijo mío. Y comenzaba a hablarle de Dios, con lo que la tentación se marchaba. Volvía de nuevo la tentación, él volvía a pedir los vestidos al hermano Simón por causa de la tentación, y, hablándole él de Dios otras tantas veces, cesaba la tentación.

Así varias veces, hasta que, por fin, una noche le asaltó la tentación con mayor fuerza de lo acostumbrado, y, no pudiendo resistir de ninguna manera, fue al hermano Simón y le pidió de nuevo todos sus vestidos de seglar, ya que le era absolutamente imposible seguir. Entonces, el hermano Simón, como lo había hecho otras veces, lo hizo sentar junto a él; y, mientras le hablaba de Dios, el joven reclinó la cabeza en el regazo del hermano Simón presa de gran melancolía y tristeza. El hermano Simón, movido fuertemente a compasión, alzó los ojos al cielo, y, poniéndose a orar muy devotamente por él, quedó arrobado y fue escuchado por Dios. Al volver en sí, el joven se sintió libre del todo de aquella tentación, como si jamás la hubiera tenido.

Más aún, el ardor de la tentación se cambió en ardor del Espíritu Santo, porque se había acercado a aquel carbón encendido que era el hermano Simón, y quedó todo inflamado en el amor de Dios y del prójimo, en tal grado, que, habiendo sido una vez apresado un malhechor, al que habían de ser arrancados los dos ojos, movido a compasión, fue él animosamente al rector, cuando estaba reunido el consejo en pleno y con muchas lágrimas y súplicas pidió que le fuera arrancado a él un ojo y otro al malhechor para que éste no quedara privado de los dos ojos. Al ver el rector y su consejo el gran fervor de la caridad de este hermano, perdonaron al uno y al otro.

Se hallaba un día el hermano Simón en el bosque en oración experimentando gran consolación en su alma, cuando una bandada de cornejas comenzó a molestarle con sus graznidos; él entonces les mandó, en nombre de Jesús, que se marcharan y no volvieran. Al punto partieron aquellos pájaros, y ya no fueron vistos ni allí ni en todo el contorno. Este milagro fue conocido en toda la custodia de Fermo, a la que pertenecía aquel convento. En alabanza de Cristo. Amén.

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