miércoles, 24 de abril de 2013

Florecillas de San Francisco.- Capítulo 47




CAPÍTULO 47

Un santo hermano a quien, cuando estaba para morir, se apareció la Virgen María con tres redomas de electuario y lo sanó

En el mismo eremitorio de Soffiano hubo antiguamente un hermano menor de tan gran santidad y gracia, que parecía totalmente endiosado y frecuentemente estaba arrobado en Dios. Y sucedía que, mientras se hallaba todo elevado en Dios, porque poseía en grado notable la gracia de la contemplación, venían a él los pájaros de toda especie y se posaban confiadamente en sus hombros, cabeza, brazos y manos, poniéndose a cantar maravillosamente. El era muy amante de la soledad y raras veces hablaba; pero, cuando le preguntaban alguna cosa, respondía con tal gracia y sabiduría, que más parecía ángel que hombre; y vivía muy entregado a la oración y a la contemplación. Los hermanos le profesaban gran reverencia.

Terminado el curso de su vida virtuosa, este hermano cayó enfermo de muerte por divina disposición, hasta el punto de no poder tomar nada; por otro lado, él rehusaba recibir ninguna medicina terrestre, sino que ponía toda su confianza en el Médico celestial Jesucristo bendito, y en su bendita Madre, de la cual mereció, por la divina clemencia, ser milagrosamente visitado y consolado. Porque, hallándose en cama, preparándose para la muerte con todo el corazón y con la mayor devoción, se le apareció la gloriosa Virgen María, rodeada de gran muchedumbre de Ángeles y de santas vírgenes, en medio de maravilloso resplandor, y se acercó a su cama. Al verla, él experimentó gran consuelo y alegría de alma y de cuerpo, y comenzó a suplicarle humildemente que rogara a su amado Hijo que, por sus méritos, lo sacara de la prisión de esta carne miserable.

Y como prosiguiera en esta súplica con muchas lágrimas, le respondió la Virgen María llamándolo con su nombre: No temas, hijo, que tu oración ha sido escuchada, y yo he venido para confortarte antes de tu partida de esta vida. Había junto a la Virgen María tres santas vírgenes, que traían en la mano tres redomas de electuario de un perfume y de una suavidad inexplicables. La Virgen gloriosa tomó una de las redomas y la abrió, y toda la casa se llenó de fragancia; con una cuchara tomó del electuario y se lo dio al enfermo; éste, no bien lo hubo gustado, sintió tal confortación y tal dulzura, que no parecía que su alma estuviera en el cuerpo. Por ello comenzó a decir:

¡Basta, basta, Madre dulcísima y Virgen bendita, salvadora del género humano; basta, curadora bendita, que no puedo soportar tanta dulcedumbre! Pero la piadosa y benigna Madre siguió ofreciéndole y haciéndole tomar el electuario. Vaciada la primera redoma, la bienaventurada Virgen tomó la segunda y metió la cuchara para darle; él, gimiendo dulcemente, le decía: ¡Oh beatísima Madre de Dios!, si mi alma está ya casi del todo derretida por la fragancia y la suavidad del primer electuario, ¿cómo voy a poder soportar el segundo? Por favor, ¡oh bendita entre todos los santos y ángeles!, no me des más.

Prueba, hijo mío, un poco todavía de esta segunda redoma -insistió nuestra Señora. Y, dándole un poco más, le dijo: Ahora ya te basta con lo que has tomado, hijo. ¡Animo, hijo mío!, que pronto vendré por ti y te llevaré al reino de mi Hijo, que siempre has buscado y deseado. Dicho esto, se despidió de él y se fue. Y él quedó tan confortado y consolado por la dulzura de aquel medicamento, que se mantuvo en vida saciado y fuerte por algunos días, sin ningún alimento corporal. Al cabo de unos días, mientras se hallaba hablando alegremente con los hermanos, con gran alegría y júbilo, pasó de esta vida miserable a la vida bienaventurada. En alabanza de Cristo. Amén.

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