domingo, 27 de septiembre de 2015

San Vicente de Paul, 27 septiembre

San Vicente de Paúl, presbítero y fundador
27 Septiembre

Memoria de san Vicente de Paúl, presbítero, que, lleno de espíritu sacerdotal, vivió entregado en París, en Francia, al servicio de los pobres, viendo el rostro del Señor en cada persona doliente. Fundó la Congregación de la Misión (Paúles), al modo de la primitiva Iglesia, para formar santamente al clero y subvenir a los necesitados, y con la cooperación de santa Luisa de Marillac fundó también la Congregación de Hijas de la Caridad.

Aun en los períodos de mayor decadencia religiosa, cuando los hombres parecen haber olvidado totalmente el Evangelio, Dios se encarga de que surjan en la cristiandad ministros fieles, capaces de reavivar la caridad en el corazón de los hombres. San Vicente de Paul fue uno de esos instrumentos de la Providencia. Sus padres poseían una pequeña granja en Pouy, aldea vecina a Dax, en la Gascuña. Allí nació Vicente, el tercero de cuatro hermanos. Ante la inteligencia y la inclinación al estudio de que Vicente daba muestras, su padre le confió a los franciscanos recoletos de Dax para que le educasen. Vicente terminó sus estudios en la Universidad de Toulouse y, en 1600, a los veinte años de edad, recibió la ordenación sacerdotal. Lo poco que sabemos sobre la juventud de Vicente no hacía prever la fama de santidad que alcanzaría en el futuro. Se dice que hizo un viaje a Marsella, qnc estuvo prisionero en Túnez y que logró escapar en forma muy novelesca. Pero estos sucesos han sido tan controvertidos y plantean tantos problemas, que lo mejor que podemos hacer es ignorarlos.

El propio san Vicente cuenta que, en aquella época, lo único que le preocupaba era hacer carrera. Logró obtener el puesto de capellán de la reina Margarita de Valois, al que estaban anexas las rentas de una pequeña abadía, según la reprobable costumbre de aquel tiempo. Vivía en París con un amigo, cuando ocurrió un suceso que iba a cambiar su vida. El amigo con quien compartía sus habitaciones, le acusó de haberle robado cuatrocientas coronas y como todos los indicios estaban en contra de Vicente, empezó a esparcir entre sus conocidos el rumor de que su compañero era un ladrón. Vicente se contentó con negar el hecho diciendo: «Dios sabe la verdad». Seis meses más tarde, cuando Vicente había soportado la difamación con increíble paciencia, el verdadero ladrón confesó su fechoría. San Vicente relató más tarde el suceso en una conferencia espiritual a sus sacerdotes (pero habló en tercera persona), para hacerles comprender que la paciencia, el silencio y la resignación son la mejor defensa de la inocencia y el medio más apto para santificarse gracias a la calumnia y la persecución.

Vicente conoció en París a un virtuoso sacerdote, Pedro de Bérulle, quien sería más tarde cardenal. Bérulle, que Ie profesaba gran estimación, consiguió que aceptase el cargo de tutor de los hijos de Felipe de Gondi, conde de Joigny. La condesa le eligió como confesor y director espiritual. En 1617, cuando la familia se hallaba en la casa de veraneo en Folleville, Vicente acudió a confesar a un campesino gravemente enfermo. Como el mismo penitente relató más tarde a la condesa y a otras personas, todas sus confesiones anteriores habían sido sacrílegas y debía su salvación a la bondad de san Vicente. La condesa quedó horrorizada al oír hablar de tales sacrilegios. La señora de Gondi era una buena mujer que, en vez de encastillarse en la ilusión de orgullo, por la que tantos amos se desentienden del cuidado de sus criados, comprendía que estaba ligada a sus servidores por los lazos de la justicia y de la caridad, que la obligaban a velar por el bien espiritual de su servidumbre. Las buenas inclinaciones de la condesa ayudaron también a san Vicente a caer en la cuenta del abandono religioso en que vivían los campesinos de Francia, de suerte que la condesa le convenció fácilmente para que predicase en la iglesia de Folleville e instruyese al pueblo sobre la confesión. Tras los primeros sermones, fue tan grande la multitud de los que acudieron a hacer su confesión general, que Vicente tuvo que pedir ayuda a los jesuitas de Amiens.

Ese mismo año de 1617, por consejo del P. Bérulle, Vicente renunció al cargo de tutor para encargarse de la parroquia de Chatillon-les-Dombes. En el desempeño de ese puesto consiguió la conversión del conde de Rougemont y otros personajes que llevaban una vida escandalosa. Pero al poco tiempo retornó a París y empezó a trabajar con los galeotes de la Conciérgerie. Fue nombrado oficialmente capellán de los galeotes (de los que estaba encargado el general Felipe de Gondi), y su primer cuidado consistió en predicar una misión en Burdeos, en 1622. Por entonces, comenzó a circular la leyenda -cuya veracidad no ha sido probada- de que Vicente sustituyó una vez a un galeote en una galera. La condesa de Joigny le ofreció una renta para que fundase una misión permanente para el pueblo, en la forma en que lo creyese conveniente, pero Vicente no hizo nada por el momento, ya que su humildad le llevaba a creerse incapaz de semejante empresa. La condesa, que sólo encontraba la paz en la dirección espiritual del santo, le arrancó la promesa de que nunca dejaría de dirigirla y de que la asistiría en la hora de la muerte. Deseosa por otra parte de hacer cuanto estaba en su mano por el bien espiritual de sus súbditos, consiguió que su esposo la ayudase a formar una asociación de misioneros que consagrasen su celo a atender a sus vasallos y, en general, a los campesinos. El conde habló del proyecto a su hermano, el arzobispo de París, quien puso a su disposición el edificio del antiguo colegio «Bons Enfants» para alojar a la comunidad. Los misioneros estaban obligados a renunciar a las dignidades eclesiásticas, a trabajar en las aldeas y pueblecitos de menor importancia y a vivir de un fondo común. San Vicente tomó posesión de la casa en abril de 1625. Como lo había prometido, el santo asistió a la condesa en su última hora, pues Dios la llamó a Sí dos meses después. En 1633, el superior de los Canónigos Regulares de San Víctor, regaló a los misioneros el convento de San Lázaro, que se convirtió en la sede principal de la congregación. Por ello se llama a los padres de la misión, unas veces lazaristas y otras vicentinos. Se trata de una congregación de sacerdotes diocesanos que hacen cuatro votos simples de pobreza, castidad, obediencia y perseverancia. Se ocupan principalmente de las misiones entre los campesinos y de la dirección de seminarios diocesanos; actualmente tienen colegios y misiones en todo el mundo. Cuando murió san Vicente, la congregación tenía ya veinticinco casas, en Francia, el Piamonte, Polonia y aun en Madagascar.

Pero el celo de «Monsieur Vincent», como empezó a llamársele cariñosamente, no se satisfizo con esa fundación, sino que trató de remediar las necesidades corporales y espirituales del pueblo por todos los medios posibles. Con ese fin, estableció las cofradías de la caridad (la primera de ellas en Chatillon), cuyos miembros se dedicaban a asistir a los enfermos de las parroquias. Tal fue el origen de las Hermanas de la Caridad, que san Vicente Fundó con santa Luisa de Marillac. De las Hermanas de la Caridad se ha dicho que «tienen por convento el cuarto de los enfermos, por capilla la iglesia parroquial y por claustro las calles de la ciudad». El santo organizó también la asociación de las Damas de la Caridad entre las señoras ricas de París, para conseguir fondos y ayuda para las obras de beneficencia. No contento con eso, fundó varios hospitales y asilos para huérfanos y ancianos y empezó a construir, en Marsella, el hospital para galeotes, que no llegó a terminar. Para financiar todos esos establecimientos encontró generosos bienhechores y dejó fijadas reglas muy sabias para su administración. Igualmente redactó un plan de retiro espiritual para los candidatos al sacerdocio, un método de examen de conciencia para la confesión general y otro para deliberar sobre la vocación, e instituyó una serie de conferencias sobre las obligaciones clericales, para remediar los abusos e ignorancia que descubría a su alrededor. Parece casi increíble que un hombre de humilde origen, sin fortuna y sin las cualidades que el mundo más aprecia, haya podido realizar solo una tarea tan extraordinaria.

Al saber san Vicente la miseria que reinaba en Lorena durante la guerra en esa región, consiguió en París una suma fabulosa de dinero para socorrer a los habitantes. Además, envió a sus misioneros a predicar entre los pobres y enfermos de Polonia, Irlanda, Escocia y aun de las Hébridas. Su congregación rescató en el norte de África a 1200 esclavos cristianos y socorrió a muchísimos otros. El rey Luis XIII mandó llamar al santo para que le asistiese en su lecho de muerte, y la regente, Ana de Austria, le consultaba acerca de los asuntos eclesiásticos y la concesión de beneficios. Sin embargo, san Vicente no consiguió persuadir a la reina, en el asunto de la Fronda, a que hiciese renunciar a su ministro Mazarino por el bien del pueblo. Gracias a la ayuda del santo, las Benedictinas inglesas de Gante pudieron fundar un convento en Boulogne en 1652. Pero esta colosal actividad no distraía un instante a Vicente de su unión con Dios. En los fracasos, decepciones y ataques, conservaba una serenidad extraordinaria y su único deseo era que Dios fuese glorificado en todas las cosas.

Por increíble que pueda parecer, san Vicente «era un hombre de carácter belicoso y colérico», según lo confiesa él mismo; podría creerse que se trata de una exageración debida a la humildad, pero otros testigos confirman esas palabras. «Sin la gracia -dice el mismo Vicente-, me habría dejado llevar de mi temperamento duro, áspero e intratable». Pero la gracia de Dios no le faltó y supo aprovecharla hasta convertirse en un hombre dulce, afectuoso y extraordinariamente fiel a los impulsos de la caridad y el amor de Dios. El santo quería que la humildad fuese la base de su congregación y no se cansaba de repetirlo. En cierta ocasión, se negó a admitir en su congregación a dos hombres de gran saber, diciendo: "Vuestras habilidades están por encima de nuestro nivel y pueden encontrar mejor empleo en otra parte. Nuestra gran ambición es instruir a los ignorantes, mover a penitencia a los pecadores y sembrar en el corazón de los cristianos el evangelio de la caridad, la humildad, la mansedumbre y la sencillez». Según las reglas de san Vicente, los misioneros no debían hablar nunca acerca de sí mismos, porque tales conversaciones proceden generalmente de soberbia y fomentan el amor propio. Era muy grande la preocupación de san Vicente por la rapidez con que se divulgaba el jansenismo en Francia. «Durante tres meses -confesó el santo- el único objeto de mis plegarias ha sido la doctrina de la gracia y, cada día, Dios ha confirmado mi convicción de que Nuestro Señor Jesucristo murió por todos nosotros y que desea salvar al mundo entero». Él mismo se opuso activamente a los predicadores de la falsa doctrina y no toleró que permaneciera en su congregación ningún sacerdote que profesara sus errores.

Hacia el fin de su vida, la salud del santo estaba totalmente quebrantada. Murió apaciblemente, sentado en su silla, el 27 de septiembre de 1660, a los ochenta años de edad. Clemente XI le canonizó en 1737, y León XIII proclamó a ese humilde campesino patrono de todas las asociaciones de caridad. Entre éstas se destaca la Sociedad de San Vicente de Paul, que Federico Ozartam fundó en París en 1883, siguiendo el espíritu del santo. Su cuerpo permanece incorrupto y descansa en la Iglesia de San Lázaro, en París.

Las fuentes  P. Pierre Coste, Saint Vincent de Paul, correspondance, entrétiens, documents (1920-1925), en catorce volúmenes. La biografía escrita por el mismo autor, Le grand saint du siécle (3 vols.), completa dicha obra. La primera biografía de san Vicente fue la que publicó Mons. Abelly cuatro años después de su muerte. Las biografías modernas son innumerables; citemos, entre otras, las de Bougaud, de Broglie, y Lavedan. Esta última, a pesar de su maravilloso estilo, no iguala en veracidad histórica La vraie vie de S. Vincent de Paul de Redier (1927), ni el S. Vincent de Paul de P. Renaudin (1929).






fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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