miércoles, 17 de febrero de 2016

Santo Evangelio 17 de Febrero 2016


Día litúrgico: Miércoles I de Cuaresma

Texto del Evangelio (Lc 11,29-32): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, Jesús comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».

«Así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación»
Fr. Roger J. LANDRY 
(Hyannis, Massachusetts, Estados Unidos)


Hoy, Jesús nos dice que la señal que dará a la “generación malvada” será Él mismo, como la “señal de Jonás” (cf. Lc 11,30). De la misma manera que Jonás dejó que lo arrojaran por la borda para calmar la tempestad que amenazaba con hundirlos —y, así, salvar la vida de la tripulación—, de igual modo permitió Jesús que le arrojasen por la borda para calmar las tempestades del pecado que hacen peligrar nuestras vidas. Y, de igual forma que Jonás pasó tres días en el vientre de la ballena antes de que ésta lo vomitara sano y salvo a tierra, así Jesús pasaría tres días en el seno de la tierra antes de abandonar la tumba (cf. Mt 12,40).

La señal que Jesús dará a los “malvados” de cada generación es su muerte y resurrección. Su muerte, aceptada libremente, es la señal del increíble amor de Dios por nosotros: Jesús dio su vida para salvar la nuestra. Y su resurrección de entre los muertos es la señal de su divino poder. Se trata de la señal más poderosa y conmovedora jamás dada.

Pero, además, Jesús es también la señal de Jonás en otro sentido. Jonás fue un icono y un medio de conversión. Cuando en su predicación «dentro de cuarenta días Nínive será destruida» (Jon 3,4) advierte a los ninivitas paganos, éstos se convierten, pues todos ellos —desde el rey hasta niños y animales— se cubren con arpillera y cenizas. Durante estos cuarenta días de Cuaresma, tenemos a alguien “mucho más grande que Jonás” (cf. Lc 11,32) predicando la conversión a todos nosotros: el propio Jesús. Por tanto, nuestra conversión debiera ser igualmente exhaustiva. 

«Pues Jonás era un sirviente», escribe san Juan Crisóstomo en la persona de Jesucristo, «pero yo soy el Maestro; y él fue arrojado por la ballena, pero yo resucité de entre los muertos; y él proclamaba la destrucción, pero yo he venido a predicar la Buena Nueva y el Reino».

La semana pasada, el Miércoles de Ceniza, nos cubrimos con ceniza, y cada uno escuchó las palabras de la primera homilía de Jesucristo, «Arrepiéntete y cree en el Evangelio» (cf. Mc 1,15). La pregunta que debemos hacernos es: —¿Hemos respondido ya con una profunda conversión como la de los ninivitas y abrazado aquel Evangelio?

«Aquí hay algo más que Salomón (...); y aquí hay algo más que Jonás»

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’».

Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II).

Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales?

En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales?

«¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).

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